Con el Nombre de Tania

Es difícil hablar de Con el nombre de Tania (2019, dir. Bénédicte Liénard, Mary Jiménez) sin caer en lugares comunes. Decir esto no es tanto una crítica a la película como a nuestro ecosistema mediático: la historia que el film busca retratar ha sido contada ya en noticieros, dominicales, y portadas de periódicos sensacionalistas. Una joven mujer ejecuta “un acto de magia”: desaparece y aparece. Sale a la calle y días después amanece de espaldas en una acequia. Desaparecidas, explotadas, mujeres asesinadas día a día, que tan sólo se vuelven parte de las estadísticas de feminicidio. Sería posible hablar incluso de un arquetipo: una mujer joven, de clase trabajadora, con tantos rostros que parece no tener ninguno. Simplificada por el paternalismo y la indiferencia, habita desde hace décadas la plácida mente del país. 

A primera vista, la protagonista de Con el Nombre de Tania es una de sus encarnaciones. Una mujer desconocida le ofrece quinientos soles y un trabajo en un bar. La joven acepta: no tiene otra manera de pagar el entierro de su abuela. Así, la precariedad económica que acompaña a la fiebre del oro peruana es el mecanismo clave de un sistema que transforma a los sujetos en objetos. “Trabajo y cada día debo más”, dice la protagonista en varias ocasiones. “Por insolente, quinientos soles. Por no levantarme temprano, doscientos soles.” Después, el dueño de otro bar pagará estas deudas—es decir, comprará el derecho a ser su propietario. Y ella será forzada a pasar de mano en mano, los términos de su explotación más nítidos con cada transacción.

“La ficción es pobre [y] la realidad no es suficiente”, han comentado las directoras en una entrevista para Desistfilm. Aludían al hecho que Con el nombre es una película híbrida: la protagonista fue creada a través de los testimonios de otras sobrevivientes de la trata sexual en Iquitos. Pero me parece que también guiñaban hacia nuestro limitado léxico cuando se trata de discutir este tipo de violencia. La mirada periodística ha sido muchas veces sensacionalista, y el arte no alcanza a contener la vasta extensión de esta experiencia. Y si Con el nombre no es un retrato perfecto, su posición entre la ficción y la no-ficción sí le permite confrontar los límites de la narrativa que, como país, nos hemos contado acerca de la violencia a la cual estas mujeres son expuestas. Así, el film trasciende el voyeurismo y la revictimización al permitir a la protagonista desmadejar su pasado en sus propios términos.

Por eso es que su historia está fracturada con la lógica de la memoria. Está poblada de momentos como coros, para ella imposibles de olvidar: la noche con una amiga en el río, el día de la muerte de su abuela. Nunca conocemos el nombre real de esta mujer, pero sabemos que trabaja bajo el nombre de Tania. El detalle, como un eco, revela su profundidad interior; hay una dimensión de su existencia que nuestra mirada nunca podrá alcanzar. 

La película encuentra a esta mujer en un punto pivotal de su vida: si para sobrevivir debió borrarse, para vivir debe reconstruirse. La protagonista comprende esto, y por ello, finalizando la película convergen quién es y a quien creó para sobrevivir. En el penúltimo plano, el río —símbolo del pasado, camino hacia el futuro— se abre frente a la joven. “Ahora soy Tania,” dice ella. “Su voz es mi voz.”